Contra académicos, Agustín de Hipona
- Laura Espinal
- 1 sept 2024
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Comentario Sobre la verdad

En la obra agustiniana se evidencia una íntima relación entre las ideas de alma y Dios, y se ubica como eje central la noción de verdad. Así, la contemplación de dicha verdad solo puede realizarse en un alma purificada. El ser humano es, por lo tanto, quien, en búsqueda de la verdad, acepta la promesa implícita de goce y felicidad suprema. La verdad es entendida, entonces, como la medida de todas las cosas y el intelecto mismo es medido con respecto a ella. Este tema se encuentra presente en diversas obras de Agustín de Hipona (354-430) y nos convoca de manera particular en el fragmento de Contra Académicos (386) que analizaremos en el presente texto. Enmarcados en este contexto, la obra seleccionada expone, a lo largo de los capítulos que fueron escogidos, una latente oposición entre las nociones de verosimilitud, probabilidad, verdad y certeza. El filósofo, a través de giros discursivos que permiten al lector aprehender íntegramente su postura, considera que es posible alcanzar la verdad y, para ello, reflexiona sobre el vínculo potencial que halla entre los términos mencionados; especialmente, entre verdad y verosimilitud, dentro del marco del escepticismo académico.
Los primeros escritos de Agustín que han llegado hasta nosotros corresponden a la temporada que el filósofo pasó en la quinta de Casiciaco, una finca rural situada cerca de Milán, Italia. Probablemente, Agustín aprovechó una de sus vacaciones para abandonar ciertas cátedras engañosas que producían agotamiento en su arduo esfuerzo reflexivo. Aunque no nos ha dejado una descripción precisa de la quinta, el lugar era, sin duda, apacible y grato. Cerca del balneario se desplegaba una pradera sombreada por altos castaños. Si el clima lo permitía, las disputas con sus amigos y discípulos se llevaban a cabo en el campo; de lo contrario, en la sala de baño. Al pie de un árbol, sobre la extensión de las praderas y jardines, iniciaban las clases, a las que acudía un notario que registraba las conversaciones en taquigrafía. El maestro formulaba una cuestión, y todos participaban en la discusión. Además de filosofía, en el apacible retiro de Casiciaco se leían y comentaban obras clásicas de la literatura precedente. Los partícipes de estas jornadas disfrutaban enormemente del estudio de autores antiguos como Virgilio.
La obra que vamos a analizar está redactada, al igual que todas las escritas por Juan Casiano (360-435), en forma de diálogo, un género que resurgió tanto en Grecia como en Occidente durante el primer y segundo siglo de nuestra era. Aunque el diálogo cristiano difiere, como es lógico, en cuanto al contenido respecto a los diálogos griegos y paganos, su forma y estructura permanecen iguales. En estos diálogos, la fuerza del discurso es frecuentemente interrumpida por el carácter diferenciador de los participantes en las discusiones, así como por la descripción de sus quehaceres cotidianos.
Es importante recordar que Agustín cuenta con una vasta producción de obras literarias, teológicas y filosóficas. Entre sus escritos de carácter predominantemente filosófico, que se remontan al período ya mencionado, encontramos títulos como La vida feliz, El orden, Los soliloquios, Contra Académicos (texto que nos atañe en este momento), entre otros. Su obra maestra de carácter dogmático-filosófico-teológico es La Trinidad, mientras que su obra apologética más reconocida es La ciudad de Dios. Sus escritos exegéticos más destacados incluyen La doctrina cristiana y los Comentarios literales al Génesis, al Evangelio de Juan y a los Salmos, respectivamente. Además, dentro de su inmensa producción se encuentran obras escritas contra los maniqueos y los donatistas, así como la creación de géneros literarios nuevos expuestos en textos como Las Confesiones y Las Retractaciones. Todas estas obras son el reflejo de una vida rica en encuentros y exploraciones intelectuales que, desde su madre Mónica, comenzaron a forjar un pensamiento agudo y adelantado a su tiempo. Uno de los grandes expertos en patrística, Bethrold Altaner, formula el siguiente juicio sobre Agustín:
“El gran obispo reunía en sí la energía creadora de Tertuliano y la amplitud de espíritu de Orígenes con el sentido eclesial de Cipriano, la agudez dialéctica de Aristóteles con el alado idealismo y la especulación de Platón, el sentido práctico de los latinos con la ductilidad espiritual de los griegos. Fue el filósofo máximo de la época patrística y, sin ninguna duda, el teólogo más importante e influyente de la Iglesia en general…” [1].
En tiempos de Agustín, la figura del retórico había perdido su antigua función en el ámbito político y civil, transformándose esencialmente en la de un maestro. Por esta razón, su labor se centró en la enseñanza, primero en Tagaste y, posteriormente, en Cartago. Antes de él, los padres latinos mostraban escaso interés por la filosofía. Cuando se ocupaban de ella, no era para generar un pensamiento verdaderamente novedoso. En la mayoría de los casos, predominaba el interés teológico y filológico, específicamente, obedeciendo a los estudios calificados de eruditos. Es, por tanto, con Agustín, que el espíritu latino se expresa de manera preeminente, llevándolo a elevar la patrística a su mayor esplendor, para marcar así el fin de una época y el inicio de una nueva.
En Contra Académicos, Agustín introduce diversos actores intelectuales para el desarrollo de su estructura de pensamiento, entre los cuales encontramos mencionados la Nueva Academia y la Antigua Academia, por ejemplo. Con la primera, alude al pensamiento que lo precede de forma inmediata, pudiendo estar haciendo una referencia indirecta a los padres de la patrística y las escuelas neoplatónicas; con la segunda, a saber, la Antigua Academia, engloba directamente a las escuelas escépticas de la Antigüedad. Ambos grupos serán referenciados como “los académicos" y estarán vinculados inevitablemente con las corrientes filosóficas propias del escepticismo. Es crucial destacar cómo la diferenciación entre la Nueva y la Antigua Academia actúa como pretexto o vehículo para la defensa de su concepto de verdad, que, en esencia, representa la defensa de su búsqueda intelectual.
El fragmento que analizaremos a continuación comprende, del Libro II, los capítulos V. Doctrina de los Académicos, VI. Discusión sobre el pensamiento de los Académicos, VII. Crítica de los conceptos de verosimilitud y probable, VIII. Sofismas de los Académicos, IX. La verdad, el más importante de los problemas, X. La controversia con los Académicos no es una cuestión de palabras sino de realidad, XI. Sobre la probabilidad, XII. Insistencia sobre el mismo tema y el XIII que corresponde a la conclusión; y del Libro III, el primer capítulo titulado Sabiduría, felicidad y búsqueda de la verdad. Dividir el texto estructuralmente en sus ideas generales y principales nos permitirá entender mejor qué buscaba comunicar Agustín en este diálogo.
Podemos observar que gran parte del fragmento que nos convoca se esfuerza por exponer la doctrina de los académicos, a quienes, en diversas ocasiones, el filósofo califica de simples. Así, se define a los académicos como aquellos hombres que aspiran alcanzar la sabiduría, entendiendo esta como la capacidad de reconocer que, debido a la imposibilidad de obtener el conocimiento de las cosas —que es el objeto de la filosofía—, no existe la verdad. En su lugar, solo podemos referirnos a cosas verosímiles o probables. Este reconocimiento de su desconocimiento les confiere el atributo de sabios. Por otro lado, su principio fundamental radica en afirmar —y aquí surge una complicación semántica, ya que afirmar implica reconocer el valor de verdad de las cosas— que la verdad es inalcanzable. Para argumentar esta postura esencial de su pensamiento escéptico, señalan que, dado que la verdad puede ser identificada solamente a través de signos que no contengan falsedades, es imposible hallarla debido a que estos signos son, en última instancia, inencontrables. Así, al recurrir a lo verosímil o probable, se acepta la imposibilidad de establecer certezas y se busca únicamente aquello que se aproxime a la realidad. No obstante, mientras algunos son temerarios al afirmar cualquier cosa por la vía de la probabilidad, otros actúan con prudencia y logran esta verosimilitud a través de razonamientos sólidos.
Por otro lado, Agustín se ocupa de diferenciar los dos tipos de escépticos que le interesan, ambos enmarcados en lo que llama la Antigua Academia (una correspondiente a la Antigüedad y otra a la Alta Edad Media). El primer grupo, con Zenón como mayor exponente, defiende una postura frente al conocimiento del mundo donde todo se presenta como incierto y no se tiene posibilidad alguna de otorgar asentimiento a ningún enunciado. Este escepticismo, que desprecia completamente el ámbito de la opinión, sostiene que nada puede ser afirmado. Según esta postura, el camino del sabio consiste en recurrir a lo verosímil por las vías de la reflexión, como mencionamos anteriormente, y practicar la privación. Por otro lado, el segundo grupo (probablemente enmarcado en el pensamiento de algunas sectas neoplatónicas), defiende una corriente que, al aceptar una incertidumbre total frente a la posibilidad de conocer la verdad de las cosas, esconde y obstaculiza el acceso al verdadero conocimiento. Estos “han escogido tales términos para ocultar su pensamiento a los espíritus menos capaces y manifestarla a los más despiertos” [2].
Sin embargo, Agustín no deja de reconocer la coincidencia entre su pensamiento y el de los académicos al reconocer que ninguno posee la verdad. El filósofo, aceptando que aún no la posee, sostiene que es posible alcanzarla y, a su vez, valora el camino de la búsqueda; mientras que los académicos defienden la imposibilidad de llegar a ella, adoptando una postura escéptica frente a la existencia: “no sé cómo han podido meter en mi espíritu como cosa probable que el hombre no puede encontrar la verdad. Eso me volvió indolente y perezoso, sin atreverme a buscar aquello que no les fue dado descubrir a varones más doctos y agudos” [3].
Para concluir, expone algunos de los principios que podrían considerarse como los pilares de su sistema: el problema de la verdad y la verosimilitud no se resuelve con complejos artificios lingüísticos (ni se puede pretender distraer con ellos), sino en la confrontación directa con la realidad, utilizando ejemplos agudos. Su defensa contiene una exaltación al dinamismo y al movimiento que conlleva el emprender la búsqueda de la verdad. El escéptico, por el contrario, al despreciar completamente el ámbito de la opinión y limitarse a lo verosímil, conduce su vida a una incapacidad de afirmación, lo que desemboca en una imposibilidad de acción. Para Agustín, el hombre que no puede afirmar ni creer en la probabilidad de la verdad vive en un constante estado de abandono de sus deberes. Esto trasciende la mera presunción de lo verosímil y los ejercicios de abstención; en esencia, se pierde la esperanza y, con ella, la vida: las normas que guían nuestra conducta. La felicidad, según Agustín, reside en la búsqueda de la verdad y no necesariamente en su posesión inmediata.
A lo largo de la obra, se utiliza con frecuencia la yuxtaposición de posturas a través de la introducción de diversos personajes (ya sean reales, ficticios, activos o pasivos) dentro del diálogo, con el fin de reflejar tanto puntos de vista afines como opuestos a su sistema de pensamiento. Entre estos personajes encontramos las voces de Carnéades, Zenón, Alipio, Arcesilao, Antíoco, Filón, Trigecio, Verrés y Cicerón. Este último filósofo tuvo una notable influencia en el pensamiento agustiniano, ya que, durante los primeros años de sus estudios filosóficos, se interesó profundamente por las escuelas de pensamiento helenístico, centradas en la reflexión sobre la sabiduría y el arte de vivir con serenidad. En este sentido, a propósito del Hortensio de Cicerón, Agustín escribe en sus Confesiones: "En verdad aquel libro cambió mis sentimientos y hasta modificó mis plegarias… mis propósitos y mis deseos. Repentinamente se convirtió en vil para mí toda esperanza humana, y con un ardor increíble suspiré por la sabiduría inmortal” [4]. Estos personajes provocan en Agustín inflexiones en su pensamiento, ajustes en sus razonamientos, detección de posibles contradicciones y, en última instancia, refinamiento en la elaboración de sus propias tesis.
En la conclusión, el autor elabora una defensa de la búsqueda de la verdad como el camino esencial para hallar esperanza y vida. Aceptando como premisa tentativa la dificultad inherente en la búsqueda de lo verosímil y lo verdadero en las cosas, concluye el fragmento valorando dicha empresa, que, en el fondo, representa un elogio de su propio recorrido vital. Contra Académicos, como obra inscrita en la vasta producción teológica y filosófica de Agustín, nos muestra un notable avance reflexivo con respecto a las elaboraciones de pensamiento previas a los años a su propia existencia. Constituye, como es ampliamente reconocido en la historia de la filosofía, una síntesis del pensamiento postsocrático (específicamente del platónico) con el discurso teológico de la época; construyendo, a su vez, una vía fructífera para la reflexión en otros campos filosóficos que permitirían la creación de nuevos paradigmas y sistemas.
Aunque el discurso podría ser acusado por algunos lectores como ambiguo, este posee un carácter dialógico y literario que guía el curso del pensamiento, llevando al lector por diferentes estadios de la reflexión. Es un acierto de Agustín señalar que la función del sabio es buscar la verdad, y, delata gran sentido crítico al sugerir que el escéptico también la persigue cuando niega la posibilidad de su existencia. Asimismo, resulta pertinente señalar que el filósofo hace gala de una forma particular de proceder en el debate donde la sonrisa amable y el uso de ejemplos concretos dejan ver a un hombre con gran desarrollo en sus razonamientos. No en vano afirma que un hombre de poca fe es un hombre de poca razón.
Finalmente, cabe destacar que, Agustín no desdeña al escéptico de la Antigüedad en sí, sino a aquel que tergiversa y complejiza el sentido de sus reflexiones para esconder el contenido de la verdad. No debemos descartar que, incluso compartiendo con estos un estado particular —el de no poseer aún la verdad—, su postura existencial reside en el movimiento que suscita la búsqueda. Sin embargo, podríamos preguntarnos, paralelamente, qué atributos enmarcan la actitud privativa del mencionado escéptico perteneciente a la Antigüedad helénica. Es interesante evaluar que en ese esfuerzo ascético por negar la posibilidad de verdad y el riesgo que tiene confiar en los sentidos, reside un "no hacer" que acarrea grandes dificultades, ¿no es esta una empresa tan grande en compromiso como la de la búsqueda de la verdad? Además, este esfuerzo implicaba continuar la reflexión, mediante mecanismos racionales, sobre aquello que calificaban como verosimilitud: no olvidemos que, más allá de las categorías nominales, la verdad o probabilidad constituyen la materia que posibilita la realidad de las cosas en el mundo.
—Laura Espinal, 2024.
Notas:
[1] Reale, G. y Antiseri, D. (2010). Historia del pensamiento filosófico y científico. Herder, p. 379.
[2] Hipona, A. (2009). Contra Académicos. Ediciones Encuentro, p. 100.
[3] Ibid., p. 98.
[4] Reale, G. y Antiseri, D. (2010). Historia del pensamiento filosófico y científico. Herder, p. 376.
Referencias bibliográficas:
Hipona, A. (2009). Contra Académicos. Ediciones Encuentro.
Reale, G. y Antiseri, D. (2010). Historia del pensamiento filosófico y científico. Herder.
Kenny, A. (2018). BREVE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA OCCIDENTAL. Paidós.
Oroz, J. (2024, 20 de septiembre). Contra Académicos, de S. Agustín. https://summa.upsa.es/high.raw?id=0000002445&name=00000001.original.pdf
