Mi otro tío, Tavo
- Laura Espinal

- 1 nov 2024
- 5 Min. de lectura
“Toda imagen simplificada corre el riesgo de ser grosera” (Marguerite Yourcenar)
Gustavo conoce el nombre de las cosas. Él primero escribía mucho. Le gustaba el estudio porque con las palabras que aprendía podía definir el mundo. Se esforzaba por entender las clases, ya que no le era fácil concentrarse. Su naturaleza inquieta y sedienta de subidones, desde la primera infancia, le vaticinaron un futuro difícil. “Ese muchacho va a ser muy rebelde”, decían. Conoce tan bien los nombres que puede usar un término riguroso para definir sus pasados estados mentales. Sabe lo que es un delirio de persecución, por ejemplo, aunque prefiera usar la palabra “pánico”. El saber del cuerpo no puede no ser real, no necesita palabras. La persecución, para él, no puede definirse con una escueta definición de manual psiquiátrico. Es la voz aturdidora del “se dieron cuenta”, “me vieron”, “me van a matar” que lo hizo permanecer inmóvil por horas bajo la cama de su madre aquella Navidad.
Si Medellín es una ciudad y una ciudad es de sus habitantes, entonces, las calles son nuestras. Me divierte advertir cómo la lógica desafía los límites de la realidad. Las calles tienen dueños particulares, están delimitadas por barreras más sólidas que los visibles muros de concreto. Mientras dormimos cómodamente entre sábanas recién lavadas, una estructura insomne se consume la calle con su polvo de ladrillo.
A Cocorná —como lo apodaron en la cárcel después de respirar el asfalto de todo Prado, Santana, Niquía, Pacheli, El Tapón, Niquitao y los escalofriantes rincones del Cartucho— le gustaba su soledad. Esa preferencia escondía más inteligencia que encanto; bien sabía que combinar el subidón del basuco con el desorden neuronal que provoca el enamoramiento, lo encadenarían de forma definitiva a un estado que sabía temporal. Dos décadas pueden ser una temporada en la vida. Cocorná nació con la respuesta de Dios.
Fue muy fácil para él hacerse cómplice de la droga. Delata que fue tan fácil como para cualquiera. Una amistad basta, una carencia de horizonte abre la puerta y un no-saber el futuro permite. Ya tenía una carreta, un lugar donde dormir las escasas dos horas que necesitaba para sobrevivir, un frasco de hipoclorito puro para limpiarse la suciedad del ambiente —ya que nunca ha dejado su obsesión por la limpieza— y un jefe de cuadra para garantizar la dosis y el dinero. Conocía las reglas con la memoria y con el cuerpo: no dormir demasiado, no involucrarse, guardar la merca en las botas del pantalón, ver para callar, ejercitar la desconfianza y aceptar que “hay dueños de la vida de uno”. Aun así, de todas las reglas no pudo asimilar una. Y es que el miedo no lograba colonizar su espíritu. Gustavo nunca pudo endurecer su corazón, le dolía el otro como sus propios brazos, su propio torso delgado. Sin embargo, sabía que era preferible el disimulo a terminar “marcando calavera” o con el propio cuerpo arrojado a la quebrada.
Se había hecho un buen ahorro durante los últimos días para dejar en la recepción de cualquier hotel del centro. Los olores de la ciudad cuentan historias; pero para Cocorná, no existía ni cama, ni mujer, ni nada que pudiera evocar un aroma. Tres días eran la cuota anhelada semana a semana; alucinar entre las paredes de una habitación barata se convertía en el propósito de sus viajes en la carreta. Pasados el lunes, el martes y el miércoles, comenzaba a sentir deseos de salir corriendo de esos hostiles espacios. Ya el bajón del placer inducido amenazaba con el delirio. No quería repetir las escenas fisiológicas que tanto aporreaban su espíritu. Le huía al pánico.
Limpio, vacío y desconfiado pagó con orgullo un taxi hasta la casa abandonada junto a la quebrada. Había hecho de esta su hogar, hacía más de cuatro años. Detrás de sus robustas columnas de cemento desnudo había visto muchas cosas. La ciudad no esconde sus secretos para los ojos que están bien despiertos. Vio personas haciendo lo indebido, lo innombrable. Presenció con lástima la humillación de muchachos jóvenes que cedían a pedidos de la carne a cambio de droga.
Aprendió las bruscas facciones de un hombre que se esforzaba por cuidar su apariencia bohemia. Con los años vanidosamente impresos en su barba, se acompañaba de un amigo más “valiente” para hacer su visita mensual a la zona. Juntos prometían salchichón, gala y mucha marihuana a los indigentes que permitieran ser fotografiados. Los prefería lastimados, afilados por la delgadez, tuertos, enanos o amputados. Probablemente sus miradas daban sentido al estudio calientito que había arreglado para ellos en el Alto de Palmas. Pero Gustavo y la soledad. Gustavo y la droga. El recuerdo de su casa. La mamita. Cocorná y la limpieza. La disciplina. La voluntad.
La noche del jueves asentaba el contorno de los cuerpos, dejando ver una banda que se instaló sin vergüenza en el borde de la quebrada, para dar una paliza a un jovencito de escasos 16 años. Los plones ya estaban haciendo lo suyo en el cuerpo de Gustavo, pero no dejó de observar la cruel situación. Su estado y debilidad no le permitirían jamás arremeter contra los golpes que estaba recibiendo este chico. Así que conservó en silencio la calma, procurando salir del trance que le provocaba ya la sustancia. Un grito lo sacó del ensueño del consumo, advirtiéndole que debía dejar lo que quedaba de la víctima en las afueras de la autopista, un par de cuadras más arriba de La Cucharota. Él no titubeó para aceptar el pedido porque el pánico ya comenzaba a anidarse en sus miedos. Recogió, entonces, su cuerpo. El muchacho seguía con vida, pero sus “ojitos” parecían una bomba violeta de dolor. No podía ver ni las sombras. El corazón de Cocorná, que no había logrado enfriarse, ni con las noches de lluvia y plástico, ni con la muerte de la chica bella de Niquitao, le permitió cargar en sus hombros al muchacho para entregarlo a los médicos del Marco Fidel. No permitiría que su vida terminara esa noche. “Que pierda los ojos, que no pierda su vida”.
Jubiloso y abrumado encendió otro. Ya eran las 5 a. m., buena hora para comenzar a pensar en su condición de indigencia: “¿qué significará esa palabra?, ¿acaso se me ve necesitado de algo, si yo no quiero es, pero nada?” No había perdido esa maña de nombrar las cosas. Aprovechando su pasada por la Autopista Norte, visitó a un par de amigas jovencitas a las que la droga aún no había arrebatado la cama, el deseo, el brillo en los ojos. Él solía visitarlas para darles ropa que recogía en su carreta. Eso sí, se percataba de entregarla siempre limpia. No podía negar su obsesión por la limpieza, obsesión que condicionaría la forma de asumir toda realidad que pareciera seductora. Esa madrugada, tocado por un hálito divino, ese que puede ser éxtasis místico o delirio de drogadicto, comenzó a hablar en medio de ellas. Profería palabras ininteligibles, y ellas, en un círculo bien formado a su alrededor, no podían parar de llorar, de aplaudir, de sentir que lo habían encontrado. “Ese día me sentí como Dios”.
"Sabía que él se acordaría de mí, bien sea para quitarme la vida o para mandarme un canazo. Sabía que yo era todos en uno, que calle y consumo son indivisibles. Entendí que, si uno hace las cosas normales, nada raro pasa; y si las hace de otra forma, el Diablo lo enreda. El Diablo. El Diablo… Lo otro es casualidad, y ahí sí, uno no puede hacer nada. Desde ese instante supe que, si usted marcha bien, piensa bien y habla bien: le va bien. No hay otra fórmula".
—Laura Espinal, 2024.

Comentarios